MANDAMIENTOS  DE DIOS
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   La conciencia humana necesita buscar apoyos que la garanticen la seguridad en sus juicios. Es lo que hicieron todas las religiones con sus códigos y en las listas de normas morales que ofrecieron a sus segui­dores.
   Entre los pueblos orientales, los códigos de leyes morales se perfilaron ya en los tiempos en que se comenzó a usar la escritura, en el segundo mile­nio anterior a Cristo. El Código más conoci­do fue el del rey babilonio Hammurabi (1792-1750 a de C), del que quedan ejemplares en estelas diversas, como la  conservada hoy en el museo de Louvre en diorita negra, y en la que se exponen en 52 columnas varios centenares de prescrip­ciones en escritura cuneiforme acadia, hoy descifrada.
   Este Código, entre otros conocidos, tuvo influencia en griegos, romanos y sin duda en la redacción de diversos textos del Pentateuco, tanto del cuerpo legal del culto, como en lo relativo al matrimo­nio y a los pactos comerciales.
   En algunos lugares del Antiguo Testamento se suele hablar de "los diez mandamientos o palabras de Yaweh." (Ex. 34. 18 Deut 4.13. Deut. 10.4). La atribución del número diez a los mandamientos se repite después en otros lugares del Antiguo Testamento (Os. 4. 2; Jr. 7. 9; Ez. 18. 5-9).  Y saltó a los primeros cristianos, sin pasar por los textos del Nuevo. En el Nuevo Testamento no aparece nunca la idea numérica de 10, aunque son varios centenares las alusiones a los Mandamientos o a la Ley de Dios.

 


  

1. Ley del Sinaí

   Los antiguos llamaban Ley, o Torah, al conjunto de preceptos solemnes dados en el Sinaí por Dios a Moisés. El término "decálogo" (diez palabras) surgió entre los primeros cristianos, siendo tal vez su primer usuario S. Ireneo en su obra "Contra los herejes". (4. 15)
   Es normal que pronto se formalizara esa instrucción o comunicación divina en un código, o lista ordenada de preceptos, para que todos la conocieran y recordaran. El Decálogo se redactó dando la primacía a los deberes que el hombre tiene con Dios. Luego se añadió la lista de deberes para con los hom­bres, empezando por los deberes sagrados con los padres y terminado por los deseos perversos que laten en el corazón. El orden en decálogo es indica­tivo de importancia.
   Entraba en los usos sociales de los pueblos de Oriente el hacer esas formu­laciones. La arqueología ha facilitado algunos modelos acadios y sumerios, luego babilónicos, asirios y persas.   Sabemos que tenían una función pedagógica y convivencial, no porque la población de una urbe o región rural supiera leer sus contenidos, sino por que los "cultos sacerdotes o escribas" podían transmitirlos y usarlos en los juicios sobre las malas acciones. En Egipto, donde tenían más importancia los funcionarios del culto (los sacerdotes) se situaban en las paredes de los templos.
   La formulación babilónica, asiria o persa fue conocida por los redactores de la Biblia (Levítico, Exodo, Deuteronómico) al regreso de la Cautividad de Babilonia. Aunque es casi seguro que existían documentos previos recopilados en ese momento de la redacción definitiva. (Teoría de las Fuentes o de los Documentos, sacerdotal, yavehista, eloísta, deuteronómico)
   Con toda probabilidad los preceptos que se recogen en el Decálogo de Moíses coincidían con otros similares de los pueblos cercanos: adoración, preferencia, celebraciones... etc.)

   1.1. Valor ético del Decálogo

   La teofanía del Sinaí tiene los rasgos claros de ser una de las más arraigadas tradiciones de Israel, incluso en sus detalles de leyenda de que la ley fue escrita por el mismo Dios en tablas de piedra. (De­ut. 10. 2).  Con todo, en esta tradición se recogían las prescripciones más naturales y diná­micas que la misma naturaleza impone al hombre inteligente: idea de Creador, de dependencia, de adoración, de respeto al nombre santo, de amor a la familia, de respeto a la propiedad, de fidelidad al matrimonio, etc.
   Además de ese sentido natural, es preciso recoger el alcance revelacional en los textos bíblicos legales. Es interesante resaltar esa confluencia de los dos aspectos, que es precisamente lo que da al Código mosaico su consistencia ética, a diferencia de otras leyes menos naturales como la mayor parte de las cultuales y de las tributarias.
   Esa Ley divina fue entregada por Dios a seres inteligentes, para que la conocieran, la amaran y las transformaran en conducta justa y capaz de sostener la convivencia y el progreso social. Sin la referencia a la Ley, la conciencia no puede juzgar del todo adecuadamente, pues corre el peligro de equivocarse por interpretaciones subjetivas y cambiantes.
   Con la ley de Dios en la mano o ante los ojos, se sabe a qué atenerse y cuándo se aleja la conducta humana de la voluntad divina.
   Es evidente que el término de ley sólo en forma análoga se asimila a las leyes humanas, pues la voluntad divina revelada es definitiva, mientras que las prescripciones de los hombres están continuamente cambiando.

    1.2. Carácter divino

    Al carácter natural de ese Código mosaico añadieron los israelitas el senti­do divino y trascendente como refuerzo significativo o motivador. Precisamente el término usado por los judíos de "Torah", (probable­mente equi­valente a "instrucción divina") alude al sentido pedagógico de la divinidad que alecciona a los hombres sobre lo que deben hacer. En la traducción griega de los LXX se transcribió por el término "Nomos", equivalente del concepto latino "praeceptus", mandato o prescripción.
    En la formulación del Decálogo, tal como lo tenemos, se mezcla el elemento referente a la revelación y el aspecto natural del cumplimiento con relación al Ser Supremo por una parte y del respeto a los derechos de los otros hombres por la otra.

   1.3. Expansión del decálogo

   El Antiguo Testamento está desarrollado en torno a la Ley divina. Los lenguajes arcaicos de la Biblia son minuciosos en cuanto a deberes y exigencias.
   A lo largo de los 46 libros del Antiguo Testamento, se desenvuelven multitud de otros preceptos cultuales, familiares, militares, mercantiles, convi­venciales, a los que debían someterse los habitantes de un pueblo regido por el culto.
   En los tiempos previos al culto del Templo, fueron las tradiciones rurales y los diversos santuarios diseminados por la tierra cananea los que hicieron posible la cohesión de las tribus o grupos israelitas que daban impresión de formar un pueblo.
   La ley rectora del Israel primitivo estuvo con toda seguridad en las tradiciones patriarcales alimentadas por reclamos providencialistas de un Dios protector.  Las fuerzas dispersivas, representadas en la Biblia como reclamos hacia los cultos idolátricos, se suavizaron al surgir la Monarquía y depender todos de la capital establecida por David en Jerusalén. Desde Salomón, el centro de referencia de la vida de los israelitas fue triple: el Templo, la Ley y la Circuncisión, pero estando la Ley en la cúspide de los tres elementos.
   En lo que respecta a la Ley, a la Torah, o código de prescripciones y mandatos venidos directamente de Dios, los plan­teamientos se desenvolvieron en otros preceptos y tradiciones: limos­nas, asistencia, plegarias, sacrifi­cios, restitu­ciones, asilos, salarios, matrimonios, etc.
   El Antiguo Testamento presenta claramente la diferencia entre la Ley de Dios y las leyes del Templo o del Santuario, aunque se le atribuyan a Dios también.

 


 
  

  2. Rasgos del Decálogo

   La Ley de Dios fue la gran revelación del Sinaí y se convertiría en el alma del Pueblo elegido. Fue por excelencia la voluntad divina. Las segundas fueron formas humanas variables y evolucionaron con los tiempos y los lugares.
   Precisamente por eso la figura de Moisés, el Legislador santificado cara a cara por Dios, tuvo singular importancia en la Historia del Pueblo.
  Permanencia y firmeza divina fueron las dos cualidades del Decálogo dado por Dios. El Pentateuco se detiene en diversas consideraciones.
   - Dios otorgó las leyes en medio de una teofanía portentosa. (Ex. 19.16-25)
   - Fue consignada en dos tablas de pie­dra, escritas por el propio dedo de Dios. (Ex 31. 18)
   - Fueron puestas dentro de Arca de la Alianza, signo de singularidad, y fueron llamadas las "Tablas del Testi­monio de Dios". (Ex. 25. 16).
   Estos datos diferenciaban la Ley del Sinaí de todas las demás leyes: rituales, matrimoniales, familiares, las de asilo, las de propiedad, que eran importantes, pero su vigencia se presentaba como total­mente distin­ta de la Ley de Dios.
   Por eso, podemos decir que la ley mosaica se proclamó con un carácter singu­lar, el cual se mantuvo hasta los tiempos de Cristo y luego pasó a la misma Iglesia fundada por Jesús.

    2.1. Carácter sacral

    No fue una ley de convivencia mundana, sino de referencia divina. Su sentido sagrado se expresará siempre como la Ley de Dios, los Mandamiento divinos.  Procede de Dios y sólo por Dios será juzgado quien la cumpla o quien la viole. Los sacerdotes, en nombre de Dios, da­ría su veredicto, pero sólo en cuanto representantes divinos.

   2.2. Carácter de don

    Se presentó como centro de la Reve­lación divina: un don para la santidad y no una carga para el sufrimiento. Merece el agradecimiento y no la tolerancia. Forma parte de la Alianza, por no decir que es la misma Alianza o Testa­mento en su primera fase, la Vieja, que no será borrada o destruida por la segunda, la Nueva.
   Garantiza la santidad, que es lo mismo que la salvación (Ex. 19). Es acogida por el Pueblo y sólo los malvados se niegan a obedecerla (Ex. 24. 7).
   Fue don porque surgió a iniciativa de Yaweh: "El Señor, nues­tro Dios, estableció con nosotros una alianza en Horeb." (Deut 5, 2).

   2.3. Carácter unitario

   Se presenta como un todo unitario y no como conglomerado o selección de los diversos preceptos. Por eso no se trata de una lista de "los diez principales mandatos de Dios", sino de la Ley en sí misma, del alma, del esqueleto, del soporte de todos los demás mandatos.  (Sant. 2. 10-11).  Por eso el Decálogo es eterno y se convierte en vida al llegar la Nueva Alianza, mientras que todos los demás indicativos del templo, del sábado, de la circuncisión, desaparecen al llegar el Gran salvador de la humanidad, Cristo Jesús.
   Cada uno de los mandamientos se sostiene con los demás y los de la primera tabla, los que miran a Dios, iluminan a los de la segunda, los que miran al hombre. Jesús se encargará de resaltar esta unidad al proclamar la ley.
 
    2.4. Carácter fundamental
 
    Los diez mandamientos expresan los deberes del hombre hacia Dios y hacia su prójimo. Son prescripciones graves en su contenido y en sus exigencias. Son inmutables, eternos, indiscutibles. Nadie, en ningún momento, puede hacer excepciones. Y la obligación de cumplirlos vale siempre y en todas partes. Nadie puede dispensar de ellos.
   Están grabados por Dios en el corazón del ser humano.

   2.5. Carácter de pacto.

   Son la Alianza permanente entre Dios y los hombres. Dios se compromete a salvar por ellos, a juzgar por ellos, a premiar por ellos y a castigar por ellos.
   El hombre se compromete a cumplirlos, sin excepciones. Si lo hace recibe recompensa, si no lo hace es pecador. En el Exodo se rubrican con la firma de Dios: "Yo soy tu Dios y Señor", repetida con insistencia. Sirven para el pueblo, pero también para cada individuo en particular. En su fiel cumplimiento está la justicia. En su violación está la perdi­ción.
   El Pueblo de Israel, los Profetas, los Sacerdotes, comprendieron la singularidad y la gravedad de esta ley. Y ese respeto se va a transmitir hasta los tiempos de Jesús.
   Las invitaciones a la fidelidad a la Ley se van a dar en todos los tiempos: "Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás." (Deut. 30. 16)

   

 

   3. Ley Mosaica y Jesús

   El Evangelio es superación de la Ley de Moisés, pero no es su destrucción. Los mandatos de Dios siguen en pleno vigor y por eso seguimos mirando el Decálogo como uno de los Ejes de la revelación divina.
   Jesús "no vino a destruir la Ley del Sinaí, sino a darla cumplimiento" (Mt. 5. 17). El mismo lo dijo: "Ante pasará el cielo y la tierra que deje de cumplirse un ápice de ella." (Mt. 5.18).
   La ley cristiana será de otro estilo, alcance y exigencia. No será el cumpli­miento de precepto sin más, sino la tendencia a la culminación por el amor. Pero se hará plenamente compatible con la Ley del Sinaí, que seguirá siempre rigiendo la vida de los creyentes en el mismo Dios, revelado en plenitud sólo por Jesucristo.
   Es interesante recordar lo que decía Jesús con frecuencia en su predica­ción: "Habéis oído que se dijo... pero yo digo más. Se dijo a los antepasados: No matarás... Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal." (Mt. 5. 21-22)
   Y será aleccionador el analizar la respuesta de Jesús al Doctor en la Ley. "Un doctor en la Ley se le acercó y le preguntó: Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de la Ley?
   Jesús le respondió: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia". Este es el mandamiento más importante.
   Y le añadió: "Pero el segundo mandamiento es semejante a éste: A­marás a tu prójimo como a ti mismo". En estos dos mandamientos se resume toda la Ley de Moisés y toda la enseñanza de los Profetas". (Mt. 22. 34-47).
    Jesús será siempre un defensor de la Ley (Deut. 6. 5; Lv. 19. 18). Pero no se quedará en ella. Cuando se le pregunte por la vida eterna, responderá sin más por el cumplimiento del Decálogo. Aunque Jesús, que es más que Moisés (Jn. 1. 17; Jn. 7. 17), se sentirá dueño para añadir: "Una cosa te falta: si quieres ser perfecto, deja lo que tienes y sígueme."
   Es lo que le dijo el joven que tenía deseos de perfección: "Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eter­na?... "Cumple los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre." (Mt 19. 6-12 y 21. 23-29).  El sentido que Jesús daba a la Ley de Moisés era evidentemente positivo. Era algo superable, no rechazable.

   4. Decálogo en la Iglesia

   Desde los primeras predicaciones apos­tólicas, la Iglesia entendió lo que debería ser esa Ley del Sinaí aplicada a la vida de los nuevos adeptos y contemplando sus exigencias desde la óptica del Evan­gelio.
   S. Pablo decía: "Mirad que todo eso de no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás precep­tos, se resumen en una fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El que ama, no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud." (Rom. 13. 9-10).  Y este mensaje pasó a los primeros testigos cristianos y a los posteriores. Todos los santos antiguos y recientes han sintetizado esa doctrina y han aludido al matiz del amor al prójimo, como superación del simple cumplimiento de los deberes con el prójimo.

   4.1. Fórmulas variables

   Las formulaciones de los mandamientos han variado en la Iglesia, tratando de explicar mejor algunos aspectos o insistiendo en determinados conceptos para beneficio de los fieles. Pero el común denominador se ha mantenido siempre.
   El Concilio de Trento recordó que los diez mandamientos obligan a los cristianos de modo permanente y nadie puede eludir su reclamo en conciencia.
   Y el Concilio Vaticano II afirmó que: "Los obispos, como sucesores de los apóstoles, reciben del Señor... la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, consigan la salvación". (Lum. Gent. 24).

   4.2. Dimensión catequística

   Hay que recordar que los Mandamientos responden a una intención pedagógica. Ellos se formulan como lista para el recuerdo y el cumplimiento.
    Se suele seguir en la Iglesia de Occidente el modo de S. Agustín de ordenar y comentar los mandamientos, pensando en el catecumenado de los neófitos. "Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas..., así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra". (Serm. 33, 2. 2).
   Se ha hecho tradicional en la Iglesia esta dicotomía: los tres primeros dirigidos a Dios y los siete restantes orientados al cumplimiento para con el prójimo.
   En el Oriente griego y ortodoxo se suelen presentar en otros modos más oscilantes, sin alejarse de la referencia al Exodo y al Deuteronomio. Siguen en cierto sentido la división que el filósofo judío Filón, en su libro “Del Decálogo”, nº 12. En él divide el texto en dos grupos de cinco mandatos, los primeros referidos a Dios y a los padres y los otros cinco a los deberes con el prójimo.

   4.2.1.  Mirando a Dios

   Los tres primeros se refieren más al amor de Dios: adorar, venerar su nombre, santificar su recuerdo. El primero reconoce el deber de proclamar su sobe­ranía, el segundo reclama obrar en consecuencia con respeto y amor. Y el ter­ce­ro alude al deber del recuerdo, del agradecimiento y de la celebración.

   4.2.2. Mirada al hombre

   Los siete mandamientos que recuerdan los deberes básicos con los hombres recorren los grandes desafíos éti­cos de la convivencia: la familia, la vida, la sexualidad, la propiedad y la verdad, para terminar recordan­do el mundo interior de los deseos y de las intenciones, que también es campo desafiante para la ética cristiana. Actos y actitudes recogen la vida exterior e interior del hombre.

   4.3. Unidad del Decálogo
 
   Bueno es recordar que el Decálogo forma un todo indisociable. Es conve­niente enseñarlo como una unidad y no como una lista de diez cam­pos o terre­no diferentes y graduables.
   La voluntad divina se halla expresada en los diez por igual. La ruptura de uno de ellos aleja de Dios, aunque los otros sean objeto de respeto. A veces las comparaciones de los pastores y de los catequistas han sido expresadas con metáforas afortunadas en este terreno. Tal es la comparación con un puente de diez pilares o arcos, en donde el fallo de uno anula la utilidad del puente.
    El Decálogo es una expresión de la voluntad divina y no se puede ni se debe fragmentar con excesivas distinciones, ya que esa voluntad es unitaria. Cada uno de los mandamientos se apoya en los demás.  El conjunto es el que más importa, como en el edificio de diez plantas: cada una es decisiva para el mantenimiento de la totalidad. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros (Sant. 2. 10-11).

   5. Guía de moral

   Los mandamientos expresan los  deberes esenciales del hombre que reconoce la Revelación como criterio esencial de su comportamiento libre y como espejo para sustentar sus criterios éticos. S. Ireneo escribía: "Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue siempre el Decálogo". (Adv. haer. 4, 15, 1).
   Basta lo que sería el tener que juzgar el propio comportamiento y el ajeno sin una guía de referencia, para comprender la importancia moral y pedagógica del Decálogo. Por eso ha sido fundamental su seguimiento, su explicación, para la formación de las conciencia y para la ordenación de los comportamientos.
   Además de ser preceptos naturales grabados en el corazón del hombre, Dios quiso también convertir esta guía en una palabra explícita suya otorgada a los hombres. Ahí está la importancia de la revelación del Sinaí.
   El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice con persuasión "Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación (Nº 2071). Y recuerda la palabra de un excelente orientador de almas, de S. Buenaventura: "En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad". (Sent. 4, 37, 1, 3).

   5.1. Guía de conciencia

   Los diez mandamientos son la guía de cada creyente que quiere ajustar su vida a la Voluntad de Dios. Expresan los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia el prójimo. Son imprescindibles para examinar la conducta y para orientar la conciencia, sabiendo que el hombre primero debe mirar a Dios y luego a la tierra.
   Con ellos la mente se pregunta por el valor o la rectitud de los propios actos. Ellos revelan lo que es obligación graves y lo que vale siempre y en todas partes. Los diez mandamientos están graba­dos por Dios en el corazón del ser humano. Sin ellos, no hay moral.

   5.2. Guía de comunidad

   Además son el elemento de referencia de la comunidad humana, creyente o no. Si la comunidad es creyente, el recuerdo de la Revelación del Sinaí completado por la referencia al amor al prójimo de Jesús, son la guía para distinguir el bien y el mal.
  Incluso para los no creyentes, hay en los mandamientos una fuerza referencial decisiva.
   Cumplir tales indicaciones es condición de vida sana y justa. Violarlo equivale a la destrucción del orden ético.
 
    6. Catequesis del Decálogo

  El Decálogo es un instrumento catequístico de primera calidad y necesidad. El hecho de presentar los deberes de una forma ordenada y progresiva es la primera exigencia para conocerlos, para apreciarlos y para cumplirlos.
   Esta idea agustiniana se fue convirtiendo en elemento básico de actuación catecumenal y fue también infraestructura de todos los manuales religiosos desde la Edad Media.
  Del mismo modo que, en los primeros siglos el eje de los libros sobre la doctrina cristiana estuvo en el Credo y en la figura de Jesús, en los tiempos medievales y tridentinos la atención se encauzó hacia la explicación de los deberes del cristiano.
   En la educación de la fe de cualquier creyente, es de importancia decisiva la formación de la conciencia. Algunos criterios pueden ser considerados como decisivos para entender el alcance pedagógico de los mandamientos en cuanto forman una unidad organizada y cohe­rente, llamada Decálogo.

   6.1. Criterio cristocéntrico.

   Recuerda la aceptación y defensa que Jesús hace del Decálogo, es primor­dial.
   Sería un error presentarlo como código de preceptos antiguos, en oposi­ción con la Ley del Nuevo Testamento, que es el amor, y dar la impresión a los educandos de que los mandatos del  Sinaí han sido ya superados.
    Ni el mensaje ni la tradición permiten ninguna interpretación en este sentido de antinomia. Más bien hay que impulsar la idea de la complementación, de la pervivencia y de la integración.

   6.2. Don divino.

   El Decálogo fue concedido por Dios a los seguidores del Dios revelador como don generoso, expresión de amor por el pueblo elegido. Sigue siendo don para los seguidores del Evangelio.
   Entra de lleno en la Alianza estable­cida por Dios con su pueblo. Si los mandamientos son don, no son carga. Y, por lo tanto, hay que pre­sentarlos en su dimensión positiva y no como un catálogo de prohibiciones coercitivas. A determinadas edades esta presentación es decisiva.

   6.3. Ley natural.

   El Decálogo recoge una expresión privilegiada y teocéntrica de la ley natural. Los conocemos por la revelación divina, además de descubrirlos por la razón humana. Hay que armonizar en la catequesis ambos alcances: Dios que habla y nuestra conciencia que se enfrenta con el deber por imperativos éticos y naturales.
   Cada mandamiento, y el conjunto de los diez, llevan la atención hacia las obligaciones más graves que implica la vida del hombre, en un plano natural, y la vida de cristiano, según la Revelación.

   6.4. Es para todos

   En el tema moral, más que en otros, la adaptación a cada edad y a la evolución de la sensibilidad moral, es importante.
   El aprendizaje de los deberes del cristiano y de los mandamientos es propio de todas las edades, pero la comprensión, la explicación, la asimilación, serán diferentes. Es labor del educador de la fe el saber acomodarse a cada persona y a cada edad, incluso a cada entorno moral y a cada circunstan­cia, para realizar la buena educación de la fe.

     6.5. Mandatos y conciencia

     Es condición de una buena educación moral el no reducir el Decálogo a una fuente de casos de violaciones éticas. El Decálogo es una guía de criterios, no el índice de una colección de infrac­cio­nes graves o leves. La educación moral se debe apoyar en criterios. De ellos vendrán los ejemplos y la aclaración de los problemas morales que se pueden presentar a las personas.
     Podemos recordar siempre que, detrás de toda enseñanza ética, laten intenciones y palabras evangélicas, al estilo de las siguientes consignas escritas por S. Ireneo: "El Señor prescribió el amor a Dios y enseñó la justicia para con el prójimo a fin de que el hombre no fuese ni injusto ni indigno de Dios. Así, por el Decálogo, Dios preparó al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón con su próji­mo... Las palabras del Decálogo persisten también entre nosotros (cristianos). Lejos de ser abolidas, han recibido amplificación y desarrollo por el hecho de la venida del Señor en la carne". (Haer. 4)